REPORTAJES
Vacaciones prehistóricasSesenta personas de países remotos pagan tres mil euros por pasar quince días en cuevas y buscar fósiles junto a lo que fue un inmenso lago hace millón y medio de años
Texto: Antonio Cambril. Fotos: Paco Ayala02/09/2002
Después de conocer 87 países, John Van Thuyne se dispuso a visitar épocas. El responsable de la delegación suiza del Herald Tribune empezó a estudiar antropología y a desplazarse a aquellos lugares en los que se encuentran testimonios de los albores de la humanidad.
Este año estaba decidido a pasar las vacaciones en Atapuerca, hasta que alguien le explicó que en la localidad granadina de Orce, en los bordes de lo que hace un millón y medio de años fue un lago enorme, se han descubierto yacimientos con restos de fabulosas especies prehistóricas y de las armas de sílex que los hombres fabricaban para cazar o extraer el tuétano de los huesos de los animales devorados por las hienas. John apenas lo pensó. Hace una semana dejó a su esposa tostándose al sol de la Costa Brava y se fue a vivir en una cueva con el paleontólogo José Gibert, quien, en colaboración con el Earthwatch Institute, ha puesto en marcha una peculiar empresa de turismo científico. Durante quince días, el periodista ginebrino de 33 años vivirá en una casa-cueva y dedicará todas las horas de luz solar a buscar, lavar y seleccionar fósiles en una de las regiones más calurosas, desérticas y polvorientas de España. Por las noches, recibirá conferencias de anatomía, biología o paleodieta impartidas por expertos nacionales y extranjeros. Serán dos semanas de duro trabajo por los que pagará medio millón de los de antes.Con su nietaJohn vive la aventura en compañía de otras catorce personas, las que componen el primer grupo de voluntarios de los cuatro que veranearán este año en Orce. Se encuentran entre ellos canadienses, australianos, japoneses, surafricanos, austríacos, iraníes y norteamericanos. Todos están entusiasmados y todos cumplen el horario decidido por Gibert, incluido Georges Levine, el más longevo de los alumnos, un judío de 85 años que ha pagado seis mil euros para poder pasar dos semanas junto al yacimiento de Venta Micena en compañía de su nieta. «Cada año hacemos un viaje y éste he decidido traerla aquí, hacerle un regalo especial por su graduación», afirma. Levine, que trabajó para el Banco Mundial y vivió largas temporadas en Suramérica, maldice el polvo, pero de la vida troglodítica no se queja: «La última vez que estuvimos en una cueva dijimos ‘nunca más’; aunque en este caso es distinto, se está más o menos cómodo, hay agua caliente, hay baño... son casas dentro de la montaña», explica en buen castellano.Warren Cuellar, un exitoso pintor de Austin con el cráneo afeitado, cuello de toro y cuerpo macizo, asiente con enérgicos movimientos de cabeza, antes de sentenciar en dos idiomas: «Buena temperatura en cueva... is different». Es también la opinión de Lawrence Rich, inglés de 72 años, espigado y de aspecto aristocrático, que prestó servicios hasta su jubilación en el National Trust, institución dedicada a la preservación de castillos, mansiones, costas, lagos y lugares naturales o de interés histórico: «No hay problema. He viajado durante años en bicicleta, he dormido en cualquier sitio, lo importante es llevarse bien con la gente con que se convive y mantener la excitación intelectual».Una fiesta diariaWarren, Levine y Lawrence se muestran entusiasmados con su labor en Orce. «Esto es una fiesta diaria: el trabajo, la gente, la comida, la alegría de encontrar un hueso importante y contribuir a que se tenga más información sobre el ser humano», dice Levine. «En el jardín de mi casa seguro que no voy a encontrar nada», explica Warren con elocuencia tejana. «Sí, me interesa mucho, he leído bastante sobre los homínidos», precisa Lawrence. Los tres, que conforman el grupo de veteranos del grupo, apuran grandes vasos de tinto con gaseosa mientras sus compañeros más jóvenes toman el sol cerca de ellos o nadan entre carpas de hasta dos cuartas de longitud en la piscina natural del pueblo. Es la una de la tarde, la primera hora de reposo. Los voluntarios, que llevan faenando desde las ocho de la mañana, se dirigen a Venta Micena, el anejo de Orce donde tienen la residencia, convertido ya en una tumba de luz, para almorzar y resguardarse del golpe de calor. El comedor comunal se instala en una de las tres cuevas alquiladas por Gibert. Allí, en torno a una mesa alargada cubierta por un mantel de hule de cuadritos blanquiverdes, voluntarios y monitores se sirven de una gran olla colorada situada en el centro y comen, sin ningún tipo de formalidad, entre risas y conversaciones en varios idiomas. En apenas media hora acaban con las lentejas con chorizo, la ensaladilla rusa, los pepinos, el conejo y el melón que han apilado al más puro estilo anglosajón en un mismo plato de plástico. Al acabar, algunos se retiran a dormir la siesta, calificada como «el yoga español» por un miembro del grupo; otros buscan el fresco en las profundidades de la cueva para leer, escribir, escuchar música o idear artilugios tan útiles como peregrinos. Es el caso de Ruben, licenciado por Harvard que jamás ha trabajado más de tres meses por dinero, aunque sobrado de ingenio para improvisar una lámpara con un trozo de madera y un cable, idear una batidora cuya hélice lo conforman las tapas de unas latas de atún, arreglar la cisterna del retrete o componer un automóvil con una tabla y un motor para recorrer con él Estados Unidos de costa a costa y aparecer después en las páginas de la revista ‘Whole Heart’. Mientras tres de los ‘turistas’ se encargan de recoger la mesa, Gibert planifica las labores del grupo durante la tarde. Una joven norteamericana, la misma que el lunes encontró los restos milenarios de un elefante, se queja de su destino inmediato: «Pego algunas también queguemos picag». El deseo sorprende, puesto que los que van a buscar restos (prospectar en el argot científico) han de viajar más de media hora en jeep por lo que otrora fue el fondo del lago y buscar en un suelo de blancura cegadora piedras que fueron huesos y fragmentos minúsculos de sílex. La luz es tan intensa que hiere incluso a los que se protegen de ella tras las gafas del sol; no en vano, explica Gibert, muchos de los habitantes de la zona padecen cataratas y cáncer de piel, especialmente de párpados.Contra el sidaEntre los expedicionarios se encuentra Wendy, la antropóloga graduada por la Universidad de Washington que, armada con pantalones cortos, gorro y dos cantimploras a los costados, se afana en la búsqueda pese a ser consciente de que en el terreno, aunque «es muy rico en el aspecto geológico, es difícil encontrar fósiles porque están muy fragmentados». Sus ojos exploran con insistencia la superficie; excavar no puede, la Junta de Andalucía no ha concedido permiso a Gibert para trabajar en ninguno de los yacimientos. Cuando la antropóloga encuentra algo parecido a un hueso lo impregna de saliva y lo pega al labio: si no se desprende, es auténtico. Wendy, que al concluir su estancia en Orce se desplazará hasta Ghana para trabajar con su hija en un programa de lucha contra el sida, acabará su trabajo en torno a las nueve, tomará una ducha, asistirá a una conferencia y marchará a dormir. No es el caso de los más jóvenes, estudiantes universitarios en su mayoría, que, al caer la noche, se irán a escuchar música junto al coche del delegado suizo del ‘Herald’ (presta servicios de tocadiscos y radio), despreciarán la luz artificial que puede proporcionarles el grupo electrógeno, charlarán, beberán sangría y contemplarán con un telescopio el cielo cuajado de estrellas que sólo se encuentra en los desiertos altos poco azotados por el viento. No buscarán la cama hasta pasadas las tres de la madrugada. Entonces, protegidos por una manta (las cuevas son frescas pese al infierno exterior) esperarán el amanecer para iniciar otro duró día de trabajo. Un trabajo que pagan por realizar: 1.500 dólares la semana.¿Y la tele? Nadie la añora. Dice Jossie, una estudiante de literatura española: «Tenemos todo lo necesario, ésta es una experiencia distinta, algo casi primitivo».
JOSÉ GIBERT / Paleontólogo
A la búsqueda del primer europeo
Hace 25 años, Gibert llegó a Orce, contempló la inmensa hondonada yerta e intratable situada al pie de las sierras e imaginó una sabana primaveral en torno a un lago en el que, hace millón y medio de años, abrevaban gacelas, rinocerontes, hienas, mamuts, monos, caballos y tigres de dientes de sable. A sus orillas, pensó, tuvo que acercarse el hombre, alzado ya sobre los dos pies y dotado de tecnología, lenguaje y estructura social, para obtener el sustento.Concluyó que había allí un enorme cementerio. Algo que le confirmó otro visionario, aunque hoy ciego, el agricultor Tomás Serrano. «Me dijo que, al encerrar las ovejas en la cueva, las piedras se le representaban huesos». Gibert se afincó en el lugar, empezó a cavar y descubrió yacimientos de capital importancia. En 1982 topó con un fragmento craneal que él considera humano y otros perteneciente a un ‘burro’ antecesor. Se inició entonces una ‘guerra’ entre escuelas que lo envió al ostracismo. Ahora, la Junta de Andalucía niega la posibilidad de excavar al científico que puso a Orce en el mapa de la prehistoria. Impide así que goce de la oportunidad de demostrar su tesis, la de que el hombre cruzó el estrecho de Gibraltar para colonizar Europa y no dio necesariamente un largo rodeo por Eurasia. Y que la zona disponga de un ‘turismo’ benigno, el de los estudiosos y aficionados ligados al prestigioso Eartwatch Institute.
viernes, 6 de junio de 2008
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